Desempolvando los estantes de mi biblioteca cayó en mis manos el volumen aquel, cuarto ejemplar de los siete que componen la colección “
En busca del tiempo perdido”, de
Marcel Proust; en las guardas de la contraportada aún podía distinguirse el sello de la biblioteca a la que perteneció y donde, por particulares circunstancias que inútilmente traté de rememorar, nunca llegó a regresar. Eché cuentas y, con asombro, descubrí que aquel libro me había acompañado durante casi treinta años... Por algo sería –me dije-, bien se merecería ser leído.
Por entonces yo trabajaba para una empresa francesa que tenía por costumbre realizar las reuniones de trabajo en las cercanías de París y “regalar” el fin de semana en la capital francesa. Había que buscarle el lado positivo, así que yo aprovechaba aquel día libre que me habían robado de estar junto a mi familia, para conocer la variedad cultural de los rincones parisienses. Una mañana de domingo me adentré entre las calles silenciosas del cementerio de Pére Lachaise, famoso por contener los restos mortales de celebridades del mundo cultural, no sólo galo sino también internacional: músicos, cantantes, pintores, actores, actrices, escritores, entre otros personajes y artistas. No fue difícil encontrar la tumba de
Marcel Proust, señalizada en los letreros que diseccionaban cada pasillo de aquella enorme barriada. Seria, grave, no dejaba de ser lo que aparentaba, una tumba de mármol frío, con unas rosas secas que algún admirador se había preocupado en dejar sobre la losa, obedeciendo quizás a un oculto ritual de eterno reconocimiento. Estampé la imagen del solemne instante en una fotografía, que ahora sirve de marca páginas dentro de aquel volumen de “
Sodoma y Gomorra” que, por curiosos derroteros del destino, me sentía ahora obligado a leer.
Emprendí el reto desde el principio, por orden, desde los aromas campestres del viejo y recordado Combray natal que Marcel Proust recrea en “
Por el camino de Swan”, el primer ejemplar de su colección, hasta los paisajes costeros, de playa y mar, de “
A la sombra de las muchachas en flor”, donde conoce la belleza de aquel grupo de chicas que pedaleaban sus bicicletas frente a las olas de Balzec; y donde conoce a Albertine, su amor. Un amor platónico, puro y apasionado, pero también carnal, que acabará acompañándole a París, quedándose allí a vivir con él. Proust refleja una sociedad aburguesada en “
La parte de Guermantes“, que se reúne en actos culturales o artísticos, donde el concierto musical o la exposición pictórica sirven de pretexto para entablar el entramado de su mundo de relaciones. Precisamente en “
Sodoma y Gomorra”, en el cuarto volumen, se desvelan algunos aspectos curiosos de este tipo de relaciones, donde la homosexualidad estaba presente y latente. Los tres últimos libros fueron póstumos: en “
La prisionera” son las dudas, los celos infundados, los que hacen tambalear el amor de Albertine que huye, le abandona para acabar trágicamente y morir, rompiéndose el cuello, tras la caída de un caballo, en "
Albertine desaparecida o La fugitiva". Es en el último volumen, en “
El tiempo recobrado”, donde las reflexiones e ideas literarias, referidas a técnica o estilo, proliferan con acierto, lucidez y casi clarividencia, cerrando el círculo del viaje del escritor, un proyecto personal, único e inigualable, pero que no supone ningún punto final. Al contrario, significa que su obra represente el nacimiento de la novela moderna, actual.
Al final le queda a uno algo más que una sensación, la satisfacción de un reto cumplido, de un camino recorrido junto al escritor. Si bien la batalla del tiempo está de antemano perdida, sin duda alguna puede afirmarse que, en la lectura de esta insigne colección proustiana, el tiempo no ha podido estar mejor empleado...
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