domingo, octubre 16, 2005

H Ú M E D O

Está lloviendo.
Mala cosa. Y no sólo por la humedad, que aquí enseguida se hace insoportable. A mí, además, el repiqueteo de las gotas me impide concentrame. Algunos de mis compa?eros más cercanos no opinan así, me cuentan que les ayuda a relajarse y no percibir el paso del tiempo, lo cual, bien pensado, tampoco está mal. Aquí lo que importa, sobre todo, es no obsesionarte con el paso del tiempo. Podrías volverte loco.
Pero a mí este ruidito me pone frenético. Ya me cuesta bastante ordenar mis ideas sin el rítmico golpeteo de la lluvia. A veces casi creo tenerlo todo bien dispuesto en mi cabeza, las imágenes, las palabras y los recuerdos formando un cuadro certero de causas, consecuencias y culpables. Inestable, claro, pero completo; y de repente, como si alguien abriera una compuerta, una corriente de olvido lo anega todo, las imágenes se oscurecen y derriten, y las deducciones que tan lógicas me habían parecido se hunden como si nunca hubieran existido, sin que pueda retenerlas ni recuperarlas. Los que saben de esto me han dicho que es normal en mi estado, y que seguramente irá a peor. Que a veces hay un último estallido de lucidez antes de que la consciencia se desparrame definitivamente, pero que no es seguro. Que mejor que me apresure si quiero averiguar algo.
Así que lo último que necesito es este insistente chapoteo, compréndanlo. Las ideas parecen adquirir el ritmo del goteo y no hago más que repetir una y otra vez un pu?ado manido de reflexiones inconexas, las mismas de siempre. Sé que cerca, en algún lugar de mi cabeza, se encuentra la explicación, la comprensión súbita que hará que todo encaje, pero tendrá que ser cuando escampe, cuando la lluvia pare y se evapore el charco húmedo que me rodea. Mientras, me conformaré con revisar de nuevo lo que ya sé.
Para empezar, que fue una caída. Eso sí está claro. Un tramo de veinticuatro escalones que une la sección de recursos humanos con el vestíbulo principal. Primero fue la rodilla, en el cuarto escalón. Luego, en el noveno, ladeado ya sobre la derecha, rotura del brazo por tres puntos. Minucias. El primer golpe en la cabeza dos escalones más abajo, en el undécimo. Una vuelta de campana sobre la nuca y fractura de dos costillas del lado derecho en algún punto entre los escalones diecisiete y dieciocho. Por último, y eso fue lo serio, un golpe seco del occipital contra el borde del escalón veintitrés. Unos dijeron, según oí, que había sonado como pisar una nuez; otros lo compararon con el destrozo de una bolsa de huevos. En cualquier caso, el resultado fue el mismo.
Otras detalles me cuestan más, sobre todo cuando llueve, como ahora. Hace unos días, o quizás minutos, aquí el tiempo es lento pero complicado de medir, vino a verme Lourdes. Pobre Lourdes, la recuerdo allí, en la oficina, mirándonos a todos tan menuda, parapetada tras su bata verde y aferrada a la fregona, pero qué buen uso supo darle siempre, si yo les contara… Había tardado tanto en venir, me dijo, porque trataba de hacerse a la idea de vivir sin mí. O eso entendí; su discurso estaba punteado, de tanto en tanto, con un llanto tan molesto como la propia lluvia. Que se acordaba mucho de mí, o algo así. No lo dijo, pero seguro que se refería a aquellos apresurados pero húmedos encuentros nuestros durante la pausa del café, en el cuartucho donde guardaba las cosas de fregar. Lo entiendo, yo también los a?oro a veces. En la oficina, a?adió luego Lourdes, todos parecían haberse olvidado de mí, casi como si yo hubiese cometido algún crimen. Eso sí lo oí bien claro. Y el que más, Planells, remató, el nuevo jefe de personal, fíjense ustedes, qué casualidad.
Claro, Planells. Por supuesto, estaba allí. Cuando la caída. Con su silueta arisca y al acecho. Siempre deseó mi puesto, eso lo sabían todos. Pero aún así nadie reparó en lo bien que le había venido mi caída. No, sólo pensaron en la caja. Sin duda fue la caja que llevaba la que le hizo caer, eso dijeron, lo recuerdo perfectamente, la gente subía y bajaba esa escalera miles de veces cada día y nunca nadie se había caído por ella, así que tuvo que ser la caja, le impediría la visión y por eso tropezó y cayó. Así lo dijeron, ya he dicho que eso al menos lo escuché muy bien. Pues ha tenido que ser por eso, sentenció Planells con su voz agria, si es que cuando se te junta todo…
Si sólo pudiera hacerme oír… pero si pensar ya me cuesta, hablar me resulta imposible. Querría gritar bien alto: Planells, Planells, ha sido Planells, caí por las escaleras justo al pasar por su lado, me tocó, me tocó de repente, eso también lo recuerdo, y ahora se sienta en mi despacho. ?Es que nadie lo ve? ?No es eso acaso, cómo lo llaman… un móvil?
Me pregunto de qué más cosas mías se habrá apoderado. ?Lourdes? ?Es acaso él quien la visita ahora en las pausas del café? No, ella me dijo que se acordaba mucho de mí, ya lo he dicho. Me lo dijo antes y me lo ha repetido ahora, ?verdad? ?O no?
?La lluvia no me deja pensar!
La caja. La caja de cartón que yo llevaba. No puedo concentrarme, pero yo llevaba una caja, eso sí lo sé.
Tranquilidad. Centrarse en los hechos, eso es lo importante. La caída. Lourdes, acuérdate de mí, qué buen partido le sacábamos a la fregona, vaya que sí, quién lo habría imaginado. Pero eso no viene al caso. La pausa del café. Planells. La humedad. Mi despacho. La caja. Si es que cuando se te junta todo… ?Ven lo que les decía antes? Las piezas están ahí, pero me falta la conexión. El castillo de naipes se deshace y las ideas se sumergen de nuevo en la nada.
Continúa la lluvia. Imagino todo mojado ahí arriba, como por el llanto de Lourdes, pero no, Lourdes no lloraba ese día, cuando vino a verme. Era la lluvia, claro.
Te vas a acordar de mí.
Eso me dijo, sí. Ahora lo recuerdo con claridad. Lourdes, pese a su apariencia frágil, nunca fue llorona, ni siquiera aquella última vez en la oficina, la última pausa del café, el último encuentro en el cuarto de las escobas. Ahí donde la ven, tenía su genio, menudo escándalo. Te vas a acordar de mí, te lo juro, eso repetía. Te llevas tus cosas, me gritó, pero me dejas a mí tirada como un trapo. Como una fregona.
?Sí! Mis cosas, mis cosas iban en la caja. Eso también lo recuerdo ahora, magnífico, debo aprovechar, quizás sea ese último momento de lucidez del que me han hablado, el esfuerzo final de las neuronas. Gracias, chicas. Me llevaba mis cosas porque me iba, me largaba, me habían echado. No sé por qué, pero me habían puesto en la calle. Hasta el cínico de Planells fue amable por una vez y me dio unas palmaditas de ánimo, si es que cuando se te junta todo…
Él no me empujó, claro que no, para qué si yo ya no era el jefe de personal cuando enfilé las escaleras cargado con mi caja. Yo iba solo. No con Lourdes, claro que no, era sólo la mujer de la limpieza, un alivio rápido a la hora del café, pero dónde iba yo a ir con ella. Y sí acaso le prometí algo… bueno, entiéndanlo: yo tengo mi vida.
O la tenía. Una caída de veinticuatro escalones y la cabeza abierta como una nuez. O como un huevo, según versiones. Ahora me pudro aquí, las ideas huyen otra vez, me temo que para siempre, y mi cerebro se deshace a chorros varios metros bajo la losa de mármol mojado. Mojado, sí, húmedo, empapado como el resbaladizo rellano de las escaleras… el inesperadamente resbaladizo rellano de las escaleras.
Mi último pensamiento será para Lourdes, qué remedio.
Siempre manejó muy bien la fregona.





David Salmerón Campos.
Taller Literario, Santander-2005.-

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